viernes, 21 de octubre de 2011

Relato Corto 2011- Regálame la lluvia. RELATO HISTÓRICO.

REGÁLAME LA LLUVIA.

Corría el año 1491 cuando Abigail De la Rosa viviría su propia historia sin quererlo. Una aventura que se transmitiría de generación en generación, cantada por juglares y recordada por el pueblo en verbenas populares. Sin duda, un capítulo que plasmar en las páginas de su vida… un capítulo, sin duda, increíble.
Al salir de su habitación aquel afortunado día, miró por la ventana del alcázar y divisó un cielo ataviado de gris. Un cúmulo de nubes templaba un engañoso fin de año vestido de Septiembre. Se liberó de un incómodo suéter y bajó las escaleras de aquella residencia de los Reyes. Aunque no lo pareciese, siendo una modesta criada de la Reina, era bastante feliz. Se conformaba con poco y lo sabía.
Abigail tenía una característica que la resaltaba entre sus compañeras del oficio: la misma alegría de su padre, de ahí su nombre, nunca se separaba de ella. Ante las adversidades, burlas y mofas de sus compañeras más experimentadas, incluso ante las mismísimas reprimendas de Isabel, ella sabía que un día más caluroso brillaría al día siguiente. Tenía unos hermosos ojos de crisálida, que como un sutil batir de alas, parpadeaban seduciendo a los hombres. Sus morenos cabellos de lozana, y unos labios carmesí, hacían el resto: una atracción fatal, casi magnética. Esto producía más celos entre sus compañeras, que la marginaban como a una mísera rata.
Cuando llegó al jardín del majestuoso Palacio, algo se desplomó sobre sus pies. Una abombada naranja había caído desde una cesta. Ni siquiera conocía las razones que la habían llevado hasta allí, solo seguía a un efímero impulso que la llamaba desde que se había despertado: “Alguien te espera. No aguardes más a que tu felicidad llame a la puerta de tu pordiosera habitación, aquí arriba, en la buhardilla. Sal a buscarla”.
—Ay, perdone. Se me ha caído sin querer —dijo la cara escondida tras la cesta—. Mira que tener que recolectar yo las frutas, porque no ha venido Casildo… tantos libros que he tenido que leer de contabilidad para nada. En fin, no era mi intención.
—¡No pasa nada! —dijo Abigail, ruborizada—. Y por favor, tutéeme. Soy una simple criada…
—Pero eres esencial. No te sientas inferior por tu ocupación —explicó el hombre, un apuesto caballero de porte elegante—. Es como una cadena, si falta un eslabón, no sirve de nada.
—Gracias… pero yo no debería estar hablando con usted. Según tengo entendido, me hallo frente a Don Juan Madrigal, fiel servidor de los Reyes y tesorero de las cuentas de la Corte.
—¿Me pides que te tutee y no eres capaz de aplicarte lo mismo? —sonrió Juan, con picardía—. ¿Acaso no somos todos iguales?
Abigail no contestó.
—Veo que eres muy tímida, pero sumamente hermosa. Quizás si nos dejamos de tanto protocolo y lenguaje cortés estarías más cómoda. Si te digo la verdad, no entiendo cómo Doña Isabel me ha puesto esta faena… recogiendo las frutas por el patio.
—Yo paso casi doce horas seguidas fregando el suelo que pisa, no sé qué es peor —bromeó Abigail. Con el tiempo, la conversación iba fluyendo con más facilidad, y los ojos de Juan brillaban cada vez con más fuerza delante de la humilde doncella. Pasada la hora límite para conversar, y antes de volver al duro trabajo, Juan besó de súbito a su flechazo particular. Abigail, cortejada, dejó fundir sus cotizados labios entre los de aquel amor imposible, pero volvió rápidamente a la realidad, propinándole a Juan una bofetada.
—¡No! —ladró ella, apartándose de él—. ¡Nuestro amor es imposible! ¿No lo entiendes? ¡Vivimos con doña Isabel I de Castilla… si ocurriese algo y nos pillasen, iríamos a la horca por deshonra pública!
Abigail rompió a llorar y se alejó corriendo a su campanario solitario. Juan dejó caer la cesta con toda la fruta que había recogido… mirando hipnótico aquel canon de belleza.
***
Isabel no vivía su mejor año. Una buena amiga, Santa Beatriz de Silva, acababa de fallecer en Toledo… y la guerra privativa por derrocar al Reino nazarí de Granada (en el cual llevaba empeñada junto a su marido Fernando unos diez años) no acababa de cuajar, aunque poco faltase para su fin. Y para qué engañarse, la guerra de Granada comenzaba a ser agotadora.
Inclusive a todos estos contratiempos, la Reina no conocía con certeza sobre el nacimiento de Enrique VIII de Inglaterra. El correo de noticias por aquel entonces no estaba muy desarrollado, e Isabel ardía en deseos de conocer lo que pasaba a su alrededor. Tenía un marcado carácter religioso, y eso siempre influía en su toma de decisiones… pero la verdad es que desde su boda en el sesenta y nueve con Fernando V, había reunido el coraje suficiente para conseguir lo que se proponía.
Como buena sucesora de Catalina de Lancáster, giró su cabeza y miró con unos gélidos ojos azules al que fuera su hombro derecho en el mando de poder y consejero, Don Rodrigo de Castañar.
—¿Qué nuevas me trae, Don Rodrigo? —pronunció con una sorprendente segunda intención. De Castañar se inclinó en señal de respeto, y desenrollando un antiquísimo documento, evitó mirar a los joyeles que cubrían sus ropajes. Tragó saliva y solo pudo musitar:
—Mi señora Isabel, mi reina consorte de Sicilia y de Aragón…
—No ande con rodeos —sentenció ella.
—Se ha producido, como pensábamos, el nacimiento del nuevo heredero al poder de Inglaterra. Y no solo eso… muchos están criticando su actitud respecto a ese tal… Cristóbal Colón. ¿Aún sigue en pie la idea de apoyar su tremenda locura de partir a una nueva ruta por la India? Es un proyecto muy arriesgado… y puede perder muchos adeptos. Yo le aconsejaría dejar tan caprichosa osadía.
—¡¡Jamás!! —la Reina golpeó la mesa y con temperamento, se alejó de Don Rodrigo. Para terminar y abandonar la fría sala que los envolvía, se giró—. Yo decidí hacerme cargo de la regencia de este proyecto. Y juro por la cruz y los evangelios, ¡que nunca lo abandonaré! Ahora, le pido que desaparezca de mi vista, pues no me ha servido hoy de nada más que para desquiciarme. Llama a Don Juan Madrigal, no lo he visto desde que lo hemos mandado a por la fruta que Casildo no ha podido recoger…
—Lo siento, mi Reina. Con permiso.

Juan Madrigal, por su parte, se había dado el lujo de cometer una imprudencia personal: iría a lo más alto de la más alta torre a cortejar a su Dulcinea, pues él no temía de ninguna expiación. Una vez frente a la puerta de su altillo, aquel que degustaba las vistas de Granada, solo pudo seguir adelante.
—Abigail, siento mucho haberte ofendido. Ya había escuchado por las galerías de Palacio que tu belleza, entre todas las demás, era inconfundible… ¡pero a mi jamás se me habría ocurrido enamorarme de aquesta manera, tan inevitable! —gritó tras la cancela.
Abigail, alarmada, lo examinó a través de una hendidura. Prendada por sus ademanes, lo dejó pasar. La pasión que los vendaba era tal, que no pudieron sino fundirse en arrebato y desenfreno, como si de ellos dependiese un posterior “Sturm und Drang”. Lo que no esperaban, ni como el más intempestivo veneno, era la presencia de Rodrigo. Habían dejado la puerta abierta y el consejero de la Reina no estaba dispuesto a marchar sin una explicación. Un fuerte lazo unía su amistad con el tesorero, pero a la vez, un oculto amor secreto por Isabel, que él solo conocía, le pedía quedar bien ante su majestad.
“¡Por el mismísimo Lucero, hijo de la Aurora!, ¡¡Don Juan embelesado por una simple criada!!”, pensó. “¿Podría mi consciencia permitir a su vez mi silencio? Si solo pensara en mi beneficio, no sería un buen amigo… pero si quedo como un buen siervo ante la Reina, delatándole la falta de Juan… mi alma gozaría de eterno júbilo ante su aprobación. ¿Qué debería de hacer?... Oh, maldito y cobarde Rodrigo, tu siempre con las buenas. Así te ha ido toda la vida, que llevas arrastrándote por una sonrisa de la Señora años y años. Juan ha pecado y obtendrá su merecido, y yo, conseguiré mi anhelado regalo por fiel confidente”.
Los días transcurrieron como gazapos. Mientras Don Rodrigo buscaba el momento perfecto para contarle a Isabel de lo que había sido testigo, Juan y Abigail acrecentaban su amor en secretas quedadas por el patio. Fue entonces cuando sucedió.
Aquella mañana de Diciembre, llovía más que nunca. Era como si Poseidón hubiera decidido desahogarse con la tierra. Las copas de los naranjos amortiguaban el torrente que diluía desde el cielo, y allí mismo, bajo uno de ellos, se arropaban los enamorados. Abigail había entregado su cuerpo a Juan en días anteriores, ciegos por un delirio mutuo… pero temía que sus vilezas a espaldas de la Corte trajesen las más indeseadas desgracias.
—Juan… dime que me amas —susurró.
—Te lo ruego, Abigail, no me hagas repetir lo innecesario. No os amo, os adoro.
—Pero soy consciente de que no perdurará para siempre.
—¿¡Por qué dices eso!? —preguntó Juan, espantado.
—¡Porque nunca me liberaré de mi condición! Tú me puedes regalar amor, pero también alhajas, brazaletes y paseos a caballo. ¿Y yo a cambio? ¡Nada, Juan, nada! —Juan miró al cielo seducido. Una gota de lluvia corrió por sus carrillos.
—Regálame la lluvia —musitó. Un silencio cortó tajante el aire.
—¿Cómo? ¿Por qué dices eso? —rió Abigail, nerviosa—. ¡La lluvia no se puede regalar, viene de balde! ¡Puedes recogerla aquí mismo, si quieres, pues está diluviando!
—Me refería a ti, mi princesa —contestó—. Ya se que la lluvia no se puede regalar. Era una forma de decirte… que no necesito nada más. Que con tu presencia me es suficiente, me basta y me sobra. Que con tus andares me deleito y de tus gestos me alimento. Que de tu sonrisa nace la mía, y que de tus ojos yo contemplo el firmamento. Y así pues, Abigail, heredera del permanente alborozo, ¿está dispuesta a regalarme la lluvia?
Abigail lloró, y sus lágrimas se fundieron con las gotas del rocío. Era necesario confesarle a Juan un secreto que la atormentaba, a la par que la hacía la más dichosa de las mujeres.
—Juan… creo que… yo…
En ese mismo momento, unas lanzas del más oxidado hierro los rodearon, a punto de acuchillar sus campanillas. Juan apretó la mano de Abigail, pero los firmes soldados de Isabel los separaron.
—¡Por órdenes de la Señora —comenzó uno de ellos—, estáis obligados a guardar silencio y ser apresados! Ahora seréis llevados y juzgados ante ella.
            —¡¡Juan, socorro!! —gritó Abigail. Demasiado tarde, unas caras que debieron enfrentarse hace mucho tiempo, estaban a punto de encontrarse.
***
El tesorero y su amorío caminaron maniatados bajo las picas de los oficiales. Por los pasillos, doncellas y nodrizas cuchicheaban, señalando con miradas furtivas a los prisioneros: “mírala, y parecía modosita”, “pero qué pecado más infame, el codearse con la más alta nobleza”, “a esa yo nunca la tragué”. Al abrir la puerta a la antesala, Juan divisó a Don Rodrigo. Tras persignarse, éste se inclino y rezó por el destino de su amigo. Algo le decía al ayudante que no había obrado bien al delatarlos.
            Isabel se erguía en lo más alto de la mesa, junto al trono. Al ver a Abigail, giró la cabeza y maldijo su suerte.
            —Cómo os habéis atrevido… ¡mísera carroña!
            —¡Doña Isabel, os juro por mi sangre caliente que yo nunca le causaría ningún mal! —ladró Juan.
            —¡¡Y de qué me sirve su blasfemia!! —gritó ella—. ¡Si lo primero que ha hecho ha sido irse a la cama de la primera sirvienta que ha visto!
            —¡No hable así de Abigail, ella no es así!
            —¿Está dándome una orden? —replicó—. ¡Oh, por la hegemonía de nuestro Castellano, que vuestra osadía os condenará!
En ese instante, Fernando entró por la puerta. Mirando algo confuso el panorama, ajeno a todo lo que sucedía, dijo a su mujer:
            —Isabel, cálmate. Conozco de tu temperamento, pero siempre has sido una buena dama. No pierdas tu elegancia.
            —Fernando, no te inmiscuyas. ¡Nuestro pagador ha pecado y será castigado! ¡A la horca con él!
            —¡¡No!! —vociferó Abigail—. ¡¡No os lo llevéis, Juan debe saberlo, él no puede morirse!! ¡¡¡Juan, estoy embarazada!!! 
La que más tarde sería apodada Isabel la Católica, aquella que posteriormente se coronaría como la figura más imponente del ajedrez por su carácter… dejó caer su propia copa de oro, casi mareada. Fernando la sujetó por la cadera, para que no cayese. Juan, boquiabierto, escapó de los soldados para abrazar, quizás por última vez, a su amada. La sala quedó vacía, sin palabras.
            —Suéltame, Fernando —dijo Isabel, con una voz absolutamente nueva, desquebrajada—. Déjame recomponerme de este nuevo e inhóspito giro de la historia… ¡Juan Ruiz Madrigal, por mandato de la Reina, queda usted preso y sin oportunidad de salir del campanario! Y en cuanto a ti… —exclamó, mirando a la criada—. ¡Queda condenada a muerte por ultrajar a aquesta, nuestra Sociedad!
            Un súbito pánico inundó la sala. Don Rodrigo, que acababa de entrar debido a los gritos que se oían desde la recámara, no se resistió a intervenir:
            —¡Pero señora, la doncella acaba de revelar que espera un hijo! ¿¡Cómo está pensando en condenarla!? ¡Bien se sabe que el que matare a lozana embarazada, pecado injusto yacería sobre su alma!
            —¡¡Ese precisamente es el problema, que ésta desvalida está encinta de mi más preciado empleado!! —contestó—. ¡Oh, qué pensarán de mi ahora las haciendas vecinas! ¡Qué vergüenza, por la Cruz! Y como ya dije una vez, olvidáis que soy la reina de Castilla y no es de mi costumbre someterme a condiciones de meros consejeros como usted. ¡No importa que el niño también muera, así más severo será el castigo! Y además, por la tremenda traición que a mis espaldas ha sido llevada, con ésta impura me cebaré: no la horcaréis. Será consumida… ¡por la hoguera! Y ahora, con permiso o sin él, me despido, pues he de prender la candela.
            Semejante momento habría reunido a unas cien personas en el salón, mayordomos, oficiales, duques y damas, que tras la sentencia de Isabel, quedaron sobrecogidos. “¡Está desvariando, cómo va a condenarla a la hoguera, ni que viviéramos en tiempo de brujas!”. Pero la decisión, estaba tomada.
***
El día 26 del último mes del año, había sido el elegido. Un fulgente Sol iluminaba la residencia de los Reyes, ofreciendo luz al que fuera Albolote y sus cercanías. Juan, apresado en la que antes se definía como la “habitación” de Abigail, atizaba la puerta más fuerte que nunca. Intentaba en vano salir de allí a golpes, pues los soldados se habían asegurado de encerrarlo muy bien. Envuelto en rabia, pensaba cada segundo en cómo rescatar a su dama y a su hijo, sin encontrar soluciones posibles. Tras cuarenta intensos minutos y rendido por el cansancio, se apoyó sobre el portillo, justo cuando éste comenzó a girar lentamente. La puerta cedió. Una figura de un hombre alto y de fino bigote recortado, muy reconocible, se hallaba frente a él.
            —Ro… Rodrigo —balbuceó Juan, tragando saliva. 
            —Corre, haz lo que puedas, aunque lo tengas muy difícil. Te he dejado a nuestro mejor caballo en la puerta, Relámpago... siento todo lo que he hecho.

            Unos tipos vestidos de negro habían amarrado a Abigail, postrándola contra un firme tronco de árbol. Su pecho y sus manos quedaban estrujados por la cuerda. Lloraba, y lo hacía consciente de que prenderle fuego sería completamente posible, dado el gran clima que timaba a Diciembre. No podía dejar de pensar en su hijo, y en la forma tan cruel de haber sido juzgada por Isabel. Algo le hacía pensar que haberse enamorado de Juan martirizaba a la Reina más de lo necesario, no solo por bochorno. Pero, como si se tratase del más grande de los milagros, justo cuando uno de los oficiales de Isabel se disponía a avivar la llama de su muerte, una intensa lluvia comenzó a emanar del cielo.
            —¡Pero qué demonios! —gritó Isabel, arropada por la multitud que había asistido a ver el acto—. ¿¡Cómo se pone ahora a llover!? ¡Gonzalo, Fabricio, corred, encended el fuego!
            Los soldados obedecieron, y la más bermeja de las lumbres subió por una madera acomodada a los pies de la prisionera, rápida como una humareda. Pero lo provisto por el amor, aquel día, sería más fuerte que lo escrito por las leyes. Abigail, atónita, veía como miles y miles de gotas de lluvia consumían el fuego, apagándolo como si se tratase de magia.
—¡Maldita sea, vámonos de aquí, déjenla atada! —bramó Isabel—. No tiene opción de escapar. Mañana a primera hora volveremos a intentarlo ¡hoy no hay manera de prender una hoguera con éste temporal! Y yo, quiero darme el capricho de que así muera.
Pero lo que nadie se esperaba, en la distancia y a galope,  era el sonar de las herraduras de Relámpago. Juan, empapado por la tempestad, saltó de él con maestría, y ante el asombro de todos, corrió hacia Abigail. La Reina y sus súbditos, que se habían alejado demasiado de la fogata, no tuvieron opción de detenerlo. Con el corazón latiendo más rápido que nunca, y desatando las cuerdas de su amada y de mí mismo, pronunció, de la forma más bella posible:
—Llegó mi turno, querida mía… de regalarte la lluvia.
            Ahora que lo pienso, creo que nunca me cansaré de contar la historia de mis padres. Sin duda, una historia hermosa y extraordinaria, que aunque haya conseguido hacernos vivir en el más bonito secreto, me hace creer en un mundo mejor.

2 comentarios:

  1. Guao!! :) Es increíble, de verdad tengo la carne de gallina... Me encantó la metáfora de la lluvia en todo momento, y esa puyita que se lanza a Isabel al final, como si estuviera enamorada de Don Rodrigo y rabiosa por ello, y lo quisiera pagar con la doncella y el tesorero... :)
    GRANDE HISTORIA.

    Besos,
    Sondra (Laura)

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  2. >o< aaaah muchas gracias por haberlo leído!! en serio, para mi significa mucho el hecho de que al menos una persona se interese por la lectura, ya vale la pena hacerlo :)

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